Visten al cuerpo con una tela blanca y le ponen todas sus joyas. En peregrinación, atravesando Varanasi, vienen caminando todos los familiares, amigos y conocidos de la persona fallecida. Algunos de ellos cargan el cuerpo en una especie de camilla hecha con troncos o maderas. Las camillas suelen estar decoradas con telas y brillos. El rojo, el naranja, el amarillo y el dorado, predominan.



Así llegan al Manikarnika Ghat, el ghat en el que más cremaciones se realizan de todo India. Hasta el ghat, el cuerpo llega con su tela blanca, las joyas, las telas de colores brillantes y flores. Quienes cargan el cuerpo, se acercan a la orilla y lo bañan en el Rio Ganges, lo purifican. Para esta altura, la cremación ya está paga, por eso pueden llegar hasta ahí. La preocupación por el precio (que es muy elevado) y el pago de la cremación, ya pasó. Las negociaciones las hacen previamente. Ese momento, es solo para la ceremonia. Luego de bañar al cuerpo, vuelven para atrás y esperan su turno.
A la llama principal, desde la cual se prenden las maderas para cada cremación, la llaman “el fuego eterno”. La orilla, es el lugar del fuego sagrado. Según dicen, ese fuego no se apaga desde hace trescientos años y por eso se considera sagrado.
Dejo a Martin y a Pedro, un amigo del camino, atrás. Escribo esto sentada en un rinconcito, en las escalinatas del mismo ghat donde se realizan las cremaciones. Necesito aislarme, envolverme en mis pensamientos, sacar mi libreta y escribir lo que veo, lo que siento. Intento escribir todas mis percepciones, aunque muchas de ellas aun no las entienda y no las tenga claras. Ni siquiera sé si algún día podré hacerlo. El olor es muy fuerte, pero la escena lo es aún más y hace que las percepciones del olfato pierdan importancia.



Observo el fuego, observo los cuerpos, observo a las familias. Me sorprende que nadie llora. Se ven muchos familiares, casi todos hombres, aunque veo a alguna que otra mujer. Presto atención a sus caras y veo tranquilidad. Expresan lo que expresa la cara de quien hace lo que tiene que hacer, ni más, ni menos. No lo minimizo, no pienso que sea un trámite, sino seguir el curso de las cosas. Nadie llora, nadie parece estar triste. No parecen estar enojados con la vida. Nadie parece no entender. Es como si todas esas muertes hubiesen sido premeditadas, como si todos estuviesen preparados para la muerte. Siento admiración, no sé si alguna vez podré pensar en la muerte con esa tranquilidad.
¿Será que hay niveles de aceptación de la muerte? ¿Será que todas esas personas tienen la muerte más asumida?
Llega el momento. Los colores se separan, el cuerpo debe quedar envuelto en su tela blanca y acompañado de sus joyas. Preparan el cuerpo en las fogatas dependiendo de la clase social y lo que se haya pagado. Hay diferentes sectores, divididos por tarifas y clases sociales. Se enciende el fuego de la cremación tomando una llama del fuego eterno, de ese que nunca se apaga.
Casi tres horas tarda un cuerpo humano en hacerse cenizas. Eso es lo que tardaríamos en desaparecer, si nos creman en el Ganges. La familia que acompaña al cuerpo, está presente durante gran parte de la cremación. Cuando falta muy poco tiempo para que solo queden cenizas, pasan al ghat de al lado, el Scindia Ghant. Allí, todos los familiares toman un baño purificador, se visten y luego se van. Así termina el ritual.



Me es difícil poner en palabras todo lo que siento en este momento. Estoy acá, sentada en las escalinatas del ghat, a unos metros de las cremaciones. Veo cómo, en este momento, cuatro o cinco cuerpos se convierten en cenizas. Creo no haberme imaginado nunca estar acá. No sé si estaba preparada para vivir esto, pero tampoco creo que en verdad exista tal preparación. Algunas cenizas me caen encima, el viento las trae hacia el costado donde estoy sentada. Y yo, solo pienso en la gente que quiero y en el miedo que le tengo a la muerte. Me siento conmovida, emocionada. Los ojos se me llenan de lágrimas y alguna que otra se me escapa.
Sin embargo, estando acá, los pensamientos van más allá. No me siento triste, siento tranquilidad. Estar acá invita a pensar en la muerte de otra manera y obliga a pensar en la vida. La vida que llevas, en el ritmo de vida que vivís. En lo que hacés y en todo lo que dejás de hacer. En qué cosas te hacen feliz y cuáles no. También en nuestros objetivos, y en cómo y dónde queremos estar cuando nos llegue ese momento.



La felicidad, algo tan utópico y tan simple. Eso que a veces vemos tan lejano y que está tan cerca, al alcance de nuestras manos. Y entre tantos pensamientos está esa pregunta “¿Soy feliz?”. ¿No debería acaso ser nuestro fin? ¿Debería ser nuestro objetivo más importante, nuestra prioridad? ¿No deberíamos acaso, primero asegurarnos de ser felices y sobre esa base feliz, hacer lo que sea que simplemente aumente esa felicidad? Me leo, me parecen preguntas inocentes, infantiles. Pero no lo son. No son más que las reflexiones que aparecen en mi mente y en mi pluma mientras veo a la muerte de frente, la huelo y cae en forma de cenizas sobre mí.
Lo escribo y me respondo a mí misma lo feliz que me encuentro. Intento contagiarme de la tranquilidad que veo en las caras de esas personas. Creo que lo logro. Que la muerte nos encuentre felices, haciendo lo que amamos.
25 de Enero de 2018
Manikarnika Ghat, Varanasi, India