Escribo sentado desde una terraza con vista al mar en medio de uno de los barrios más humildes de Rabat. Observo las olas romper con fuerza y las palmeras que se arquean peleando contra el viento marítimo que no cesa. El agua está peligrosa, baila por cualquier lado como yo en una noche de embriaguez. Alrededor, en el barrio, las casas tienen las fachadas descascaradas por el paso del tiempo y la sal que vuela del mar. Los niños desfilan en bicicleta y se gritan de forma muy divertida en un idioma muy ajeno al mío, los perros y los gatos se cruzan como desconocidos en cada espacio verde.
Muchas terrazas aun tienen la vieja antena de TV para agarrar canales de aire, otras tantas usan esa antena para colgar la ropa mojada. El atardecer es de amables colores pastel, crema, celeste y rosa caen sobre una bruma espesa que no me permite visualizar el final del atlántico. Es un atardecer miope, borroso y con una gran carga de salitre en el aire. Se va el sol y llega el frío, pero mientras dure esa resolana que parece una bombilla con baja tensión, seguiré escribiendo lo que siento en este momento.
Carla se baña, hoy vamos a salir a comer afuera y al cine, se estrena Avengers: Endgame. Escucho de fondo el incansable chispazo del calefón que vuelve a arrancar cada vez que el gas sale con aire. No quiere darse por vencido, aunque la garrafa esté por agotarse.
De lejos escucho el ruido del mar que se mezcla con los motores y los bocinazos. Rabat está apurado, es ramadán y falta poco para comer. Nadie quiere que el llamado de la mezquita los encuentre en plena calle y tengan que perderse el banquete que los espera en sus casas o en sus negocios, porque cuando suena la señal, se embiste contra la comida como cuando nosotros festejamos navidad o año nuevo.
Sigo pensando en lo hipnótico que es el llamado al rezo que brota de los minaretes y, aunque no sea creyente, lo espero con ansias en la terraza para sentir su energía. Los faroles, lentamente, comienzan a encenderse como una oleada de electricidad. Aun queda algo de claridad, el sol resiste a irse. Veo a la gente abandonar las playas e imagino los ruidos de esas barrigas sonando al son del aceite que fríe la comida que van a deglutir. Porque en ramadán, casi todo es frito. Los autos desaparecen en un abrir y cerrar de ojos.
Me cebo un mate y antes de que caiga la última gota de agua, comienza a escucharse el fin del sol y el principio de los rezos de ramadán. De los minaretes los almuédanos recitan las primeras palabras, las personas rezan sabiendo que al terminar comienza el festín, y estoy seguro que si yo no hubiese comido en todo el día, seria en lo único que estuviese pensando, pero se que la gran mayoría cuando reza, solo piensa en el rezo.
Ya estamos en la calle y me doy cuenta de que, de pronto, Rabat se convirtió en un pueblo fantasma. Los barrios están desolados, casi en pena. Casi toda la vida social se traslada a las mesas preparadas para la cena de ramadán. Se escuchan los ruidos de cubiertos dentro de las casas, hay charlas aisladas, pero pocas, casi todos estan con la boca llena.
Unas cuadras más adelante, la parte histórica de Rabat, se volvió una ciudad de personas sentadas. Los mercados siguen abiertos, pero nadie atiende, sus dueños comen en mesas improvisadas sobre la vereda, sentados casi en cuclillas. Comen sin prisa, pero sin pausa, los platos sobran, pero solo hay dos manos. Entra el té, luego algún dulce, alguna oliva o una fatay, todo va mezclado, desordenado como la habitación de un infante. En las pequeñas mesas de un metro cuadrado, cayéndose por los costados, también hay pan, hay galletas y tajines de sabores variados. Comen cinco o seis personas, o quizás más.



La miro a Car y le pregunto si es seguro volver caminando por ahí a las 2 de la mañana, por más que uno viaje, siempre queda la precaución que adquirimos por ser argentinos. Ninguno de los dos está convencido, pero no tenemos muchas opciones, queremos ver si o si la película. El cine queda a casi 20 cuadras de la casa y no hay transporte publico que nos lleve, pero el plan de ver esa película es inamovible.
1 am, terminó la película, pero el cine sigue recibiendo visitantes. No sabemos si es por el ramadán, pero esa noche el cine parecía estar abierto toda la noche. Pisamos la avenida principal y la sorpresa fue encantadora. La avenida estaba cortada y convertida en peatonal. Había mucha gente en la calle, los faroles alumbraban tanto que parecía ser todavía un poco de día. En ramadán, los horarios cambian, mientras el sol no salga hay que aprovechar para comer y beber, sentados en el cordón de la calle, en las plazas, en las casas, juntarse con amigos, familia o simplemente salir a dar una vuelta para bajar el festín.
Los puestos en el mercado, que parecían haber vendido todo, tienen sus góndolas renovadas, con comida recién hecha. Claro, a las 5 am es la última comida antes de que salga el sol y hay que salir a aprovisionarse. Todo lo que a la tarde parecía nerviosismo y ansiedad, se transforma en felicidad y afecto. Ya nadie grita, todos ríen, todos comen y nadie tiene sed.
Llegué a casa sin sueño, tanta gente en la calle me despertó como si hubiese dormido una siesta de cinco horas. La efusividad y el festejo me llenaron de adrenalina. Aun recuerdo la avenida llena de jóvenes y adultos a las 2 de la mañana divirtiendose como se fuesen las 7 de la tarde, en una calurosa noche de ramadán.
Rabat me había mostrado otra cultura que no esperaba ver en una noche africana. Usualmente se vive de dia y se duerme de noche, pero en ramadán y con el calor del verano, las cosas pueden cambiar de un dia para el otro.