Vengo a confesar que amo París. Seguramente pensarán que es fácil enamorarse de París. Claro, cómo no me voy a enamorar de la ciudad del amor, la que tiene la Torre Eiffel, el Arco del Triunfo y el Louvre. Pero sinceramente no es por eso, no amo a la Torre Eiffel ni al Arco del Triunfo, casi que no me interesan más que para verlos de lejos ¿Y los museos? Disfruto mucho de ellos, pero me da igual si están en París o en medio del Amazonas. El Louvre no hace a París ni París hace el Louvre.



¿TODOS SE ENAMORAN?
Cuando leí que existía un síndrome de París, estaba desesperado por saber de qué se trataba. Según algunos estudios psiquiátricos, para muchos japoneses, París es una ciudad idílica, de ensueño. En el imaginario social de la cultura japonesa, en líneas generales, se idealiza la ciudad como si fuese un cuento de hadas, romántica, relajada y bohemia. Durante años, gracias a libros, películas como Amelie o la concepción del mundo de París como la ciudad de los enamorados, los japoneses ahorran para poder conocerla. Con esos ahorros, algunos, cumplen el sueño más grande de su vida.
El problema aparece cuando finalmente llegan y conocen París. Al recorrer los puntos turísticos y las zonas céntricas, y ver que es un caos como cualquier capital del mundo, se decepcionan y se angustian profundamente. A veces presentan síntomas tan profundos como tener alucinaciones o sentirse perseguidos en la calle.
Lo primero que me gustaría reconocer es que el turismo ha vuelto a París un poco más caótica de lo que normalmente es. O sea, que los turistas japoneses, son parte de ese caos que tiene la ciudad. Son parte como yo, o como cualquiera que la visita como turista.



Sin embargo, la París que los japoneses sueñan, creo yo, no se encuentra en las escaleras de galería Lafayette o haciendo la interminable cola para entrar al Louvre. Tampoco van a encontrar esa París yendo a una misa en Notre Dame o buscando la foto perfecta desde Trocadero. París está ahí, es simple, pero con personalidad. Tal vez ellos la imaginen como un lugar idílico, donde las personas caminan de la mano escuchando Cole Porter de fondo como en la película Medianoche en París. Donde la mayoría de los habitantes eran escritores, pintores y escultores, y la noche era una fiesta eterna. Esa ciudad existió, pero mutó y hoy es la París del siglo XXI.
¿Por qué amo París? Como siempre digo, Francia no es París y París no es la Torre Eiffel. París no es los museos o tampoco es Champs-Elysees. Al menos, París no es solo eso. La París que yo amo es la París de Le Marais, de Montmartre, de Montorgueil, de Pere-Lachaise, de Bastille o también del barrio latino. París es la gente comprando flores en la isla, los locales comprando fruta en el mercado frente al monumento de la bastilla. París es esa música que me suena al oído cuando la recorro, imaginaria, que sale de mi mente, pero que se mantiene ahí durante horas como por arte de magia.



La París que yo amo, es esa que inspiró a tantos escritores, y la culpable de tantos libros magistrales. París es una boina, una baguette, el Sena y los rincones tranquilos que aún existen.
París, para mi, es de noche, cuando la mayoría de los turistas se van a dormir y no salen. La noche de París pasa desapercibida para la mayoría y eso la vuelve más tranquila. Ya no se ven las hordas de turismo organizado. Ya no hay en las calles manteros intentando venderte hasta la Torre de Pisa en París.
París puedo ser yo en París y no París es sí misma. Tal vez la París que yo amo no sea la París que otros aman, tal vez yo también la idealicé, pero eso no me genera culpa.
SIEMPRE HAY UNA PRIMERA VEZ
La primera vez que viajé a París, fue hace unos años. Fue una semana en la que llovió más del 80% del tiempo. Nos alojamos frente al Forum Les Halles, cuando todavía estaba en construcción, y estaba muy lejos de ser el lugar moderno que es hoy. Recuerdo ese viaje, como una visita de descubrimiento, y aunque rime, sin tanto sentimiento. El día que llegamos, subimos a la Torre Eiffel. Hacía unos meses había ocurrido el atentado en Bataclán y el nivel de seguridad de Paris era muy fuerte. Nos dio un poco de miedo porque los controles eran tantos que cada vez que subía al metro debía mostrar mi cámara de fotos.
Salimos del metro y la vi. El shock inicial fue el que yo considero normal al estar frente a la Torre Eiffel por primera vez. Sentí que me fascinó, pero en un primer momento no me enamoró. Había mucha gente, y cuando pasa eso, usualmente me fastidio. La cantidad de gente hizo que no pueda poner toda mi energía en el hecho de estar conociendo ese lugar tan emblemático.
Los días siguientes nos llenamos de arte e historia en los museos, nos sentimos en una película caminando por Champs-Elysees, sentimos el patriotismo francés en el Arco del Triunfo, alucinamos con la arquitectura de Notre-Dame y hasta escuchamos un canto gregoriano en una misa de Pascua. Esos primeros días fui turista. Fui la manada, los que corren de acá para allá hasta agotarse mental y físicamente.



La lluvia constante de esos días hizo que algunos planes se cambiaran. A pesar de esto, luego de varios chapuzones urbanos y humedad desmedida, cubrimos todos los puntos turísticos. Habíamos subido con una sonrisa de oreja a oreja a la Torre Eiffel y al Arco del Triunfo, habíamos entrado a muchos museos y habíamos entendido por qué todo el mundo ama Sacre-Coeur y Montmartre . Habíamos caminado entre tumbas en Pere-Lachaise buscando la de Jim Morrison y me había emocionado mucho al visitar la tumba de Napoleón. Pero ¿eso era todo?
Lejos de estar satisfecho, sentía que me faltaba patear las calles. Necesitaba caminar los barrios, quería ver a la gente local moverse y sentirme uno más. Todo lo que hoy amo de París, los primeros días no lo había sentido. Finalmente, el sol decidió salir y ganarle a las nubes, y fuimos a caminar por Le Marais.



A medida que nos adentrábamos en el barrio, me invadieron las preguntas ¿Por qué no había ido antes? ¿Por qué había ido tres veces a Champs-Elysees antes de ir ahí?
En Le Marais la gente iba a otro ritmo. Los grandes comercios de Champs-Elysées desaparecieron dando paso a las pequeñas boutiques de diseño y a pequeños locales de comida del mundo. La vestimenta era más bohemia y se podía ver en la calle gente escribiendo, dibujando y bandas de jazz o música francesa. Las calles eran más angostas, más cálidas. Me sentía feliz.
Ese día las cosas iban a mejorar o empeorar, dependiendo la óptica con la que se lo mire. Amaba estar ahí, odiaba tener que irme. Estábamos a contrarreloj, era el último día. Tenía que lograr disfrutar y a la vez recorrer todo. Hasta que me di cuenta que era imposible, me relajé y decidí disfrutar el día como si fuese el último de mi vida en París.
Esa noche caminamos por el Sena y tuve la misma sensación, de que me faltaban más caminatas nocturnas. Dejé de preocuparme e hice lo que hago siempre, me prometí volver, y querer es poder.



EL ENAMORAMIENTO
Dos años después me encontraba en medio de mi primer viaje largo. Recorreríamos Francia durante un mes y la última semana nos hospedaríamos en París. Nos habíamos prometido tomarnos la ciudad con más calma, y convertirnos en dos locales durante una semana.
Nos hospedamos en Le Marais, el barrio, mi barrio del corazón. El primer día nos recibió con mucho calor, así que no hicimos mucho más que caminar por los alrededores del departamento. Yo no tenía apuro. Sentía que estaba donde quería estar, donde debía estar. A la tarde fuimos a recorrer la zona en el momento de transición entre que el sol se va y las luces se encienden.
Caí rendido a los pies de París como quien se reencuentra con el amor de su vida. Había cientos de bares y restaurantes abiertos. Veía personas caminando tranquilamente de la mano, esperando el momento que les diera hambre para sentarse en el primer restaurante que aparezca, como jugando al juego de las sillas, esperando que la música frene. También había turistas que habían descubierto la otra Paris, mezclándose con locales en cada calle, en cada rincón del barrio.
Los días siguientes aprovechamos el clima fresco para caminar, caminar y seguir caminando. Patear todas las calles que no había podido patear antes. Caminamos desde Le Marais hasta Trocadero, desde Montorgueil hasta Montmartre y desde el barrio latino hasta Bastille. Recorrimos bares, comimos en nuestros restaurantes preferidos. Nos camuflamos entre la gente local, y vivimos la verdadera noche parisina.
No fui a ningún museo, no entré en ninguna iglesia, no subí al Arco del Triunfo ni a la Torre Eiffel. Tampoco compré nada en Champs-Elysees ni me peleé por una foto en Trocadero. Me sentí raro y molesto por la gente desesperada por una foto en los puntos turísticos, no quise siquiera pasar más de unos minutos en la pirámide del Louvre. Me cansé de ver tours y tours de turistas entrar y salir de los monumentos más conocidos. No resistí ni diez minutos en galerías Lafayette. La Torre Eiffel la disfrutamos haciendo un picnic alejados de la multitud, disfrutándola desde la tarde hasta que la luz del día desapareció y las luces se encendieron.
Finalmente, conocí París, la París que yo buscaba. La que había saboreado un poco los últimos días de mi visita anterior. La que me había quedado en la mente y me había lamentado por mucho tiempo no haber conocido mejor. Y como a quien Cupido le clavó una flecha, me enamoré perdidamente de esa ciudad.



No juzgo a los japoneses por el Síndrome de París. Esa ciudad idealizada, creo yo, existe. Pero no está cerca de Champs-Elysees o de la Torre Eiffel. Tal vez la busquen en el lugar equivocado, o tal vez no se hallen ellos en París. Al fin y a cabo, como dice Antonio Tabucchi, una ciudad no es solo una ciudad, somos nosotros en la ciudad. Importa tanto llegar como el estado de ánimo con el que lleguemos. Tal vez la París que yo amo sea eso, yo en París. La ilusión previa que me genera llegar, saber lo que me espera y saber qué quiero ignorar y qué quiero disfrutar. Una sonrisa constante, una brisa fría en el Sena, cruzar una y otra vez sus puentes y tomar una copa de vino sentado en cualquier mesita, por las calles de Le Marais.