Mientras estoy sentado esperando mi comida, que no es cena ni almuerzo, me doy cuenta de que la medina de Fez me atrapó.
Las calles de la medina de Fez son angostas como un pasillo de hotel, llenas de niños jugando a todo lo que un niño en su infancia debería jugar. Abundan los simpáticos artesanos que te invitan a entrar a sus locales para que compres o algunos pocos que simplemente se conforman con invitarte un té y que seas todo oídos para las historias de su vida. Fez es turística, pero los turistas no son el arquetipo de turista que suele caminar con cara de susto por lugares extraños, el turista en Fez camina cómodo, alegre y con esa cara de sorpresa que amaría poder verla cuando la hago yo mismo.
A lo largo de toda la medina, el olfato se hace una fiesta, las especias decoran etéreamente el aire con aromas a paprika, canela, cedrón y menta. Si no es un restaurante, es una casa con la ventana abierta que despide esos olores que te hacen saber fehacientemente que, aunque estás muy lejos de casa, la comida casera te arropa para que te sientas como en ella.



En el conjunto de sonidos y letras, los idiomas se entrelazan como en una discusión sin fin de la ONU: árabe, francés, inglés, español y, como siempre, algún turista alemán leyendo su guía de viajes. Los marroquíes son políglotas, muchos de ellos pueden sentirse orgullosos de hablar cinco o seis idiomas con un nivel mucho más que aceptable. Son el vivo ejemplo de que nunca hay que subestimar el intelecto de nadie, sin importar su profesión o dónde haya nacido.
La medina me atrapa como un laberinto sin salida, las incontables cortadas y callejones que surgen desde la principal me llevan a lugares impensados, a rincones donde hay puertas tallada a mano, patios internos con niños jugando, tiendas escondidas en esquinas y algún gato que merodea por ahí. Es interminable, o al menos se siente así, te va arrastrando hacia su interior hasta hacerte sentir parte del lugar. El corazón se funde y la mente se libera, volviéndose uno con el laberinto. Ya no importa si es derecha o izquierda, norte o sur, es el laberinto en el que amo perderme.
Cada tanto veo situaciones que desafían al mundo moderno, un burro de carga transportando decenas de garrafas llenas de gas, cualquier mínimo choque haría volar por los aires la medina completa. Pero eso no pasará, ni hoy ni mañana ni nunca. Viven así hace cientos de años. Hay comerciantes que no tienen su propio lugar y se acomodan en rincones o simplemente adornando las paredes con sus cuadros o sus grandes trozos de cuero, volviendo la escenografía aún más fotografiable.
La medina de Fez es una aberración a la geometría y una caricia al corazón. Son años de cultura, son callejones sin salida, son marroquíes amables que te saludan en todos los idiomas que conozco y en los que no también. Es difícil de explicarlo sin un recorrido. Un recorrido que no tiene como motivo ser una guía útil (Esta es la guía útil). Un recorrido desde mi óptica y con mis sensaciones.
RECORRIDO
La calle principal comienza luego de cruzar la puerta más conocida de toda la medina: Bab Boujloud. La primera parte (ingresando por esa puerta) es el mercado de alimentos, el más crudo de todos los que recuerdo. Gallinas que se venden vivas o que son degolladas en el acto, carne de vaca, de camello o de cordero colgadas al aire libre, muchos dátiles y aceitunas. Muy pocas heladeras y casi ningún control sanitario. Hay verduras que al probarlas tienen un sabor mucho más puro y concentrado que las que probé en toda mi vida. No parecen haber sido cultivadas de forma industrial. Bajo una cortina de vidrio o simplemente un papel film hay dulces pegoteados con almíbar que atraen más abejas que una docena de flores en primavera. No me acerco, no tengo intenciones que me piquen, pero los marroquíes agarran los dulces, les sacan alguna abeja que haya quedado pegada y lo engullen con mucho placer.



Los olores de las parrillas inundan la segunda parte y dejan atrás el frío aroma a sangre animal. Las carnicerías tienen su propio puesto de sandwich de carne picada con una comparativa precio calidad casi imposible de ganar. El humo funciona de neblina y me siento cada vez más dentro de un mundo y una era diferente a la mía.



La zona artesanal de la medina es donde todo sucede, es el centro económico de la parte antigua y no solo viven del turismo, sino de las compras locales. Cada tanto se escucha de algún comerciante un “Attention!”, pronunciado en un lenguaje intermedio entre el francés y el inglés con un tono árabe. Se pronuncia con voz fuerte para evitar que te pasen por arriba con los carros que transportan la mercadería. Venden artículos de cueros: sandalias, carteras, camperas y hasta cartucheras. También hay mucha tela: chalinas, camisas, esos pantalones que solo los compran los turistas y hasta remeras falsificadas de marcas reconocidas. Dentro de la medina de Fez no entran autos y todo es, como diría Cerati, tracción a sangre.
Metros más allá de las tiendas están las madrazas y las escuelas musulmanas. Obras arquitectónicas perfectas y simples, donde el único lujo son los caracteres árabes tallados a mano sobre las paredes. Algunas permiten la entrada, otras solo te dejan observarlas desde afuera. Están escondidas, se ubican luego de muchos callejones, pero poseen una belleza sin igual.
Lo que nunca olvidaré será el olor a amoniaco concentrado de la curtiembre Chouara. Ese olor que es intolerable a mi olfato y que, aunque me encuentre a largos metros afecta también a la vista, me da la pauta que nada de eso puede ser positivo para la salud. De arriba se ve como un gran panal de abejas multicolor donde hombres trabajan a destajo dentro de piletones, curando y tiñendo los cueros. Deteriorando su propia salud día a día, en pos de poder darle a su familia una vida mejor. No puedo criticarlos, no debo, es un estilo de vida antiguo que aún hoy sigue siendo tradición. La esperanza de vida de las personas que trabajan en las curtiembres baja sensiblemente luego de trabajar varios años allí, siendo los problemas respiratorios la principal causa de muerte. Al entrar te dan una rama de menta, para que lo pegues a tus orificios nasales y se te haga más sencillo observar, pero yo no quiero seguir observando, así que luego de unas rápidas fotos seguí caminando por la medina.
La plaza Seffarine está en la otra punta de la medina y es lugar de reunión de herreros y alfareros que trabajan el cobre como moldeando un pan de plastilina. El trabajo es todo manual y los productos finales son increíbles. Se venden todos los artículos de cocina que puedan imaginarse, hasta realizan lámparas de cobre.
Fez me abrió las puertas a una nueva cultura y a una era donde no se necesitan los inventos modernos para sobrevivir. Una parte mía quedó allá, y seguramente volveré para buscarla.