Me desperté de golpe. El sol reflejado en la tela oscura convertía el interior de la carpa en una especie de horno de barro. Era temprano, recordaba haberme despertado durante el crepúsculo, haberme arrastrado hasta la puerta de la carpa y haber sacado la cabeza para observar el amanecer con ojos entreabiertos, dormitando, volviendo ese momento parte de un sueño. Así lo recordaba, no tenía total conciencia de haberlo hecho, pero estaba en algún lugar de mi memoria y hasta tal vez en la cámara de fotos.

La claustrofobia y el calor me obligaba cada mañana a abrir la carpa y encontrarme con el sabor agridulce de estar durmiendo frente a una playa con un mar de plástico. Un mar preso del excesivo uso de envoltorios plásticos de los asiáticos y con la mala suerte de formar parte de alguna corriente que acarreaba toneladas de plástico de China. 

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Una de las fotos que saqué desde la carpa

Ahí estaban los empleados del hostal, limpiando todas las mañanas la playa, sabiendo que al día siguiente la marea traería consigo más basura. Condenados a un trabajo eterno sin castigos ni recompensas, todos los días igual, como Sísifo empujando la roca sobre la montaña, día tras día por toda la eternidad. No alcanzaban sus esfuerzos, ni el de Car que todos los días se tomaba un ratito para juntar plástico de la playa, que promediando la tarde, parecía como si nadie la hubiese limpiado nunca. 

Todos esos pensamientos pasaban por mi mente como una estrella fugaz, el sol no permitía que terminara de despabilarme. Mis ojos veían de forma difusa la arena, el plástico y el mar, como quien recién se despierta de una operación y aun tiene los efectos de la anestesia. Mi mente estaba más atenta que mi cuerpo, pero tampoco lograba reaccionar.

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Car y el Mar

Sentía una picazón penetrante en las piernas, intentaba no rascarme porque sabía que la próxima fase era arrancarme la carne. Los bichitos de la arena, llamados “sandflies”, son el terror de las playas del sudeste asiático, pican y te dejan picando por semanas. Tengo recuerdos de cuándo comenzó a picar, pero debo reconocer que perdí la cuenta de los días, semanas, que duró la picazón. Sentía las piernas agujereadas como un queso gruyere. 

No recordaba el momento en el que habíamos decidido ir a Mui Ne, pero tampoco era algo que estuviera pensando seguido. Nos hospedamos en un lugar frente al mar, había carpas para dormir frente al mismo y sino unos metros más atrás unos grandes quinchos que tenían camas hechas con pallets de madera, una al lado de la otra, cada una con un colchón que parecía hecho a mano y un mosquitero individual, que colgaba del techo de paja. Básicamente, una cama al lado de la otra como si fuera un pabellón militar o un campamento de verano estadounidense. 

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La zona de las carpas

EL HOSTEL

El hostel era una especie de limbo perdido por algún lugar del mapa en Vietnam. Nadie salía, pocas personas llegaban por día. Tenía un ambiente de relajación con no más de veinte personas sentadas haciendo nada en un living sin paredes. Y cuando digo nada, es nada. Sentadas, leyendo un libro o mirando el celular. Charlando sobre temas diversos, como quien charla en la sala de espera del dentista, sin prestarle mucha atención al tema. Una parte vivía en una nube de marihuana, otra en una lluvia de alcohol y los restantes simplemente sentíamos que la gravedad no nos dejaba movernos mucho.

Muchas de las personas se conocían hacía meses, el hotel estaba atendido en su totalidad por voluntarios que trabajaban un par de horas al día por hospedaje y desayuno. Había un irlandés con rastas largas y voz de locutor, una chica que estoy seguro era española pero nunca habló en castellano, un señor mayor que pensé que era el dueño, pero estaba equivocado y un niño, que no superaba los 20 años, con cara de que la marihuana estaba haciendo estragos en su percepción de la realidad. 

Había parejas, como nosotros, que pasaban solo un par de días. También había viajeros y turistas que estaban hacía semanas ahí, como atrapados sin salida. Ya habían perdido su intimidad gracias a las extensas habitaciones mixtas con más de 50 camas al aire libre, algunos intentaban alejarse del murmullo del hostel y pasaban horas en la playa, pero otros se quedaban sentados en los sillones con miradas pensativas, como imaginando el siguiente movimiento, pero sin respuesta del cuerpo para hacerlo.

Un rato de relax en la playa

Todos tenían una historia que contar. Estaba el danés de 25 años con cara de vikingo que contaba haber pasado sesenta días viviendo en Koh Rong, una isla de Camboya que gran parte del día no tiene electricidad y que rara vez tiene internet, despojado casi de todo lo material, recorría el mundo con un presupuesto casi nulo y una mochila no más grande que la de un adolescente que va a la secundaria. También estaba la estadounidense que estudiaba física y que se había enamorado de Vietnam, cruzaba todo el pacífico cada vez que podía para ir, aunque sea una semana, a recorrer el país. Esta última se había hecho amiga de una pequeña alemana, que buscaba momentos de soledad para sacar su libreta y dibujar retratos de una manera sorprendente.

Me di cuenta que estaba en el limbo con personas interesantes. Con algunos hablaba y a otros los conocía solamente de parar la oreja y escuchar una conversación ajena. Luego los saludaba a todos como si los conociera y ellos simpáticamente devolvían el saludo. Después de un par de días ya los conocía a todos, sabía sus historias, sabía que escondían algunos secretos y sabia, sobre todo, que muchos de ellos escapaban de un país que ya no les era atractivo. Todos buscaban una nueva aventura, muy pocos estaban solo de paso.

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Las actividades nocturnas del hostel

¿Quién vendría a este lugar solo de paso? me pregunté. No había forma de llegar tan lejos solo para dormir una noche y seguir. Además ¿seguir hacia dónde? Mui Ne está en el sur de Vietnam, a contramano de la parte más interesante o visitada del territorio.

Y sin darme cuenta, pasaron los días y me sumé a esa rutina de no hacer nada. Me tiraba en el sillón a contemplar el cielo, el lugar. Me hamacaba en la playa sintiendo la brisa fresca del mar en mi cara. No me cambiaba mucho de ropa, mi atuendo no variaba mucho más que cambiarme de musculosa y de traje de baño. Estaba inmerso en el limbo hasta el punto que mi estadía se volvió atemporal. Ya no sabia que día era, ni qué hora era. Comía cuando tenía hambre, dormía cuando tenía sueño. 

Pasaba el día con Car, hablando, jugando al pool, tirados en la playa o simplemente haciendo nada, mirándonos cada tanto para cruzar alguna sonrisa cómplice. Mi vida se había transformado en la de un felino, que se mueve lento sin ser detectado y hace las cosas solo por necesidad.

Por las noches los voluntarios armaban juegos en los que participaban casi todos los huéspedes. No participaban por ganas sino por la pena que sentían por el organizador cuando durante los primeros segundos nadie atendía su llamado.

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El Pool

EL MAR

La primera pierna entró sin miedo, sentía el agua más fría que en otros lugares de Vietnam pero el calor de la zona desértica equiparaba mis ganas de entrar. El agua estaba movida, había olas, pero no para que un guardavida despliegue la bandera roja de peligro. Allí no había guardavidas, no había nada, quizás era temporada baja, no sé. Recordé que un rato antes había visto pasar a un vietnamita en la playa con muchas vacas caminando hacia el norte, como si aquel territorio no fuese apto para un balneario. No había playas turísticas en varios kilómetros. Miré para los costados, veía a lo lejos, estructuras de hoteles abandonados o derruidos por el salitre de aire.

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El plastico en la playa

No había medusas, no había casi peces, pero así y todo sentía que mis piernas rozaban cosas mientras entraba al agua. Pensé que solo seria en la orilla, allí usualmente se acumulan algas que si el agua no está suficientemente clara se esconden al ras del piso. Mientras el agua me iba cubriendo otras partes del cuerpo comenzaba a sentir que algunas cosas me rozaban el pecho y la espalda. Aquello no podía ser algas, no había visto algas en ninguna parte de la costa. Hasta que me anime a agarrar lo que me rodeaba: botellas, envoltorios y bolsas plásticas. 

Aquel mar era un verdadero basurero, todos los desechos flotaban sobre él y la marea lo depositaba en la orilla. Me di cuenta que por primera vez en el viaje sentía asco por algo, que me iba a ser imposible continuar nadando o siquiera refrescarme en el agua. Aquel era un mar de plástico, era la demostración de la decadencia del mundo. Estaba en un limbo con un mar de plástico, una cápsula post apocalíptica donde todos parecían sobrevivientes de un mundo contaminado.

La playa y el mar eran un tabú para la mayoría, muy pocos iban y los que iban, no duraban mucho tiempo. La basura los echaba, pero no era un tema que se hablase a vox populi. Cuando tratábamos de tocar el tema, casi siempre asentían pero no les interesaba hablar de aquello. Ellos sabían lo mismo que nosotros, la tristeza de que el plástico haya arruinado su lugar de descanso del mundo les calaba hondo. Alejarse de la sociedad, en parte, y a la vez recibir una cachetada de la sociedad más cruel y contaminante.

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Un da normal en Mui Ne

LA IDA

De pronto sentí lo que sintió el personaje de Di Caprio en La Playa. Yo no pertenecía allí, a pesar de la amabilidad de las personas, yo no compartía nada en el mundo con ellos. Yo no vivía en una nube de marihuana, ni estaba tratando de escapar durante meses del mundo. No me sentía cómodo haciendo nada. No teníamos pensamientos similares, ni siquiera formas de vida que se juntaran en algún punto del universo. Finalmente, mi hiperactividad y mis ganas de seguir resurgieron como un ave fénix, como un tambor explotando al lado de mi oído cuando dormito.

Durante los días que estuve ahí me había olvidado de escribir, del blog, del resto del viaje. No había hablado por Whatsapp con casi nadie porque la señal de wifi era muy mala. Me había dejado arrastrar al limbo con ellos. Había consumido alcohol a cualquier hora y había comido sandwiches durante días. Me di cuenta que tenía mucho para escribir y mucho para contar el día que me senté en la recepción a esperar el taxi. Miré a Car y sonreí sin decir nada, sabía que habíamos pasado una semana atípica. 

Finalmente, en el taxi se me ocurrió compartir lo que pensaba.

“¿Volverías a este lugar?” le dije a Car. Ella sorprendida por la pregunta y sin respuesta aparente, me dio el pie para entender que se sentía de alguna forma similar.

“Si, pero creo que fue suficiente por ahora” me dijo, y nos quedamos en silencio hasta llegar a la estación de tren.

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La vida en aquel hostel se escurría como aceite entre las manos. La somnolencia calaba a las personas como un virus, paralizando sus cuerpos y ralentizando sus mentes. Meses después de habernos ido comprendí que tal vez, a veces, necesitamos solo sentarnos a hacer nada. A reflexionar, a pensar en futuro. El hostel fue para mi como el teatro mágico del lobo estepario, un lugar para locos donde cada uno es quien quiere ser.