Relato escrito desde la cotidianidad de mis días en Trapani, Sicilia

La adaptación

Hace días que intento sentarme a escribir sobre Sicilia. La cotidianidad que logré viviendo en Trapani juega en contra de mi atención. Pierdo detalles, camino sin mirar, ya sé dónde está cada pozo así que puedo ir mirando los árboles y pensando sin caerme. En algunas palabras intentaré describir esta isla que de a poco se va convirtiendo en casa, al menos momentáneamente.

Sicilia es beige, es color crema. Es una isla casi monocromática. ¿Eso es malo? En absoluto. La paleta de colores de Sicilia es su encanto. Es mantenerse congelada, perdida en el tiempo, siendo escenografía de cada película italiana de época. No parece antigua y derruida, pero a la vez siente que no es parte de este tiempo donde todo va a mil revoluciones por hora.

Trapani tiene ritmo de isla. Todo es lento, todo es despreocupado. El panadero se sienta en la puerta de la panadería, el verdulero saca su verdura a la calle para que la gente se sirva sola. Todo cierra al mediodía. Me anoté en un gimnasio a media hora caminando, y notaba que aunque tomara una de las avenidas principales para ir, no había tráfico. Es que a las 2 o 3 de la tarde nadie está en la calle y los comercios están cerrados. Básicamente el mundo siciliano se detiene a la hora de la siesta. Es una buena hora para aprovechar y caminar por la ciudad, sacar fotos o simplemente sentarse en una plaza a leer. Es una buena hora, siempre y cuando no sea verano, como es en este momento, en el que siento que cada piedra se convierte en el sol y el calor sale por todos lados.

La mayoría de los sicilianos en Trapani están en dos rangos de edad: hasta los 20 y después de los 40. No se ve gente de mi edad por la calle. La gente adulta y de la tercera edad gobierna gran parte de los trabajos privados y la totalidad de los trabajos públicos. Como una vez me dijo un amigo italiano, “el problema de Italia es la ‘viejocracia’, que gobierna el país y no le da mucha oportunidad al joven”. Y créanme, en Sicilia esto sucede en casi todas las delegaciones públicas.

El siciliano grita por todo, porque está enojado, porque está feliz, porque saluda, porque pide algo, grita porque grita, porque le encanta gritar, porque es así. Ya pasaron esos días donde salía corriendo a la puerta de entrada para ver si pasaba algo y eran solo unos chicos riéndose entre ellos, o el de la panadería saludándose con el de la verdulería. 

Hoy escucho gritar y me río, y de a poco voy comprendiendo qué dicen. No me sale hablar inglés en Sicilia, me siento en la obligación de hilvanar algunas frases en italiano. Por eso le dedico una hora por día a estudiarlo. No sé si a futuro lo voy a usar, pero el respeto me obligó a aprenderlo ahora, al menos algunas palabras.

mar
La vista de Trapani desde la costa

Estoy cerca del puerto y de la playa. De atardeceres y amaneceres soñados, los puedo ver cuando quiero. Esa es la libertad de la isla. Me doy cuenta que siempre disfruto la compañía de las gaviotas, me hipnotiza su forma de planear contra y hacia el viento. Me alegro al verlas porque se que siempre están cerca de mares y eso hace que recuerde que lo tengo cerca, incluso cuando elijo quedarme en casa . De a poco confirmo mi decisión de que jamás elegiría volver a vivir lejos del mar. 

El mar en Sicilia es claro y en algunos lugares es tan transparente que parecería que estoy nadando en un gran estanque de agua mineral. Nado mirando para todos lados, me meto dentro del agua y veo mejor que fuera, no quiero salir. Ni hablar del olor a mar que se siente en las calles, esa brisa que humedece y nos deja medio pegoteados pero que no puedo dejar de respirar con felicidad. Es olor a sal, es olor a alga, es olor a pez, son olores que separados no me gustan, pero juntos me resultan adictivos.

Aun estoy a semanas de irme de acá y espero contarles en un mes como fue mi adaptación a este lugar ¿Me adaptaré o simplemente dejaré de pensar en las cosas?

Adaptado

Salgo de casa, saludo al panadero como si fuese mi vecino de siempre. Me dice algunas palabras que no logro comprender y se ríe. Sigo caminando y saludo al que está siempre en la esquina, mejor no preguntar qué hace, conmigo siempre es simpático. Hago una cuadra más y me encuentro a Luigi que, además de ser el dueño de la casa que alquilo, es el bicicletero más solicitado del lugar. Siempre está con sus guantes negros arreglando alguna llanta o alguna cadena salida. Ya soy uno más del paisaje, de la vecindad. Si se me traba el porton, en dos minutos tengo a cinco sicilianos tratando de abrirlo, cada uno con una teoría diferente y discutiendo entre ellos, a los gritos, sobre cual funcionará.

Así es como me fui uniendo al barrio, a la vecindad. Ya no soy el “extraño”, ahora soy el vecino argentino que habla poco italiano. Nunca fui de hablar suave, y menos ahora. Mi tono subió el volumen, ya grito como un tano. Pero no grito de enojo, grito por gritar. Muevo las manos, intento, ante la desesperación de no entender, transformar todo lo que los labios no dicen en movimientos. Ellos entienden más de lo que espero y yo con entender un poco más cada día me conformo, nos alcanza a todos.

Los trayectos se me hacen más cortos. Camino las calles como quien camina las calle de su barrio. El gimnasio ya no queda tan lejos y “la playa” pasó a ser cuatro o cinco playas. Ya descubrí lugares para meterme al mar sin llegar a la playa turística de San Giuliano, sin caminar esos cuarenta minutos que bajo el rayo del sol parecen eternos. Miento un poco al decir caminar, porque ya se que bus me deja y cuanto de verdad hay en “7 minutos para que arribe la línea 21”. Es que en Sicilia, el tiempo es lo más subjetivo de todo y lo único que se vuelve objetivo es el calor cuando la brisa del Tirreno brilla por su ausencia.

Ya no me asombra el atardecer, sino que lo disfruto como algo cotidiano. La cámara solo la saco a pasear cuando visitamos alguna isla nueva o vamos a alguna playa lejana.

Como si me costara mucho, ya tengo amigos sicilianos, que no son sicilianos. Son argentinos y brasileño que están conmigo haciendo trámites. Somos un grupo de autoayuda frente a días que se vuelven un poco estresantes. Se vuelven estresantes porque venimos a Europa a encontrar algo diferente y nos damos cuenta que Sicilia es Argentina potenciada por la tercera edad. 

Nos divertimos, vamos a la playa juntos, nos vemos todos los dias como si fuésemos una gran familia expatriada. Un dia comemos allá, otro día acá y los picnics nocturnos en la playa se volvieron costumbre. Nos conformamos con un sándwich, una pizza, un tupper con arroz, una cerveza o un mate mirando las estrellas y transformamos cada luz extraña que vemos en un ovni o una historia para contar. Meditamos, debatimos, nos escuchamos, nos levantamos el ánimo y hasta compartimos sueños por cumplir.

Somos diferentes, casi extremos, pero todos tenemos el mismo propósito final: poder formar una nueva vida en Europa. Al grupo se le suman algunos sicilianos locales, que ya nos tratan como si fuésemos amigos de toda la vida. Nos invitan a fiestas casi todas las semanas y hasta un casamiento, al cual decidí no ir porque me acobardé sintiendo que no correspondía tanta simpatía. Somos la nueva moda, lo cool, lo extraño. La gente ya nos saluda y nos reconoce. No soy el más simpático del mundo, de eso se encargan los restantes del grupo, mi mirada de desconfianza nunca cambiará.

Trapani
La punta de Sicilia

Pero todo viaje de egresados concluye y queda en la memoria como un recuerdo que nunca se irá. De a poco el grupo comienza a desarmarse, algunos vuelven a Argentina otros viajan directo a los lugares donde han decidido comenzar su nueva vida. Nosotros seguimos viaje, Japón comenzó como una idea y terminó como un capricho irretornable. No es un adiós, es un hasta luego. La banda de Trapani ahora es un puñado de gente que se conoce muy bien desparramada por Europa. Cada uno con sus desafíos, cada uno intentando conocerse a sí mismo más profundamente. Algo tan fácil de decir y tan difícil de lograr.

Hoy Trapani es una porción nostálgica de mi mente. No la recuerdo con estrés, la recuerdo divertida y con cariño. Los interminables días de playa y los atardeceres del nirvana que creé en mi mente superan a la mala sangre que nos pudimos haber hecho con la administración pública. Una experiencia así es como una marca a fuego, cicatriza pero siempre estará ahí. Y yo quiero que siga ahí, quiero seguir recordando los atardeceres de San Giuliano como si hubiesen pasado ayer.