Llegar a Japón fue como llegar a otro mundo. Nada de lo que conocí antes se parece a Japón y a la sociedad japonesa, ni lo bueno ni lo malo. Osaka fue mi puerta de entrada al imperio nipón. Por las calles, la gente va a un ritmo lento, aunque sean miles caminando en pocos metros. Los sentidos entran en guerra, aunque la vista ve caos, el oído no escucha ruidos, porque no hay bocinas ni gritos. Tampoco el tacto se ve afectado, ya que cada uno camina por su senda y nadie te choca. Sin hablar de la felicidad que sienten el gusto y el olfato deleitándose por cada bocado o bocanada de aroma que llega a ellos. Todo es umami (sabroso).

El shock es fuerte, no voy a negarlo. Venía de cuatro meses en Sicilia, donde dos personas juntas hacen más ruido que todo el carnaval de Río de Janeiro, donde en una calle de cinco metros, tres personas pueden chocarse como un accidente de tránsito en cadena. Pero en Japón no, o mejor dicho en Osaka no, porque días después Tokyo sería otro cantar. Los que van caminan por la derecha y los que vienen por la izquierda, es como si las leyes de tránsito aplicaran en su totalidad a los peatones y ellos las respetaran sin dudarlo. Si veía algo en la vidriera de enfrente y me cruzaba, me sentía un desubicado capaz de generar un embotellamiento como en una autopista en hora pico. Caminaba con el Iphone en la mano, y muchas veces me olvidaba de cerrar la mochila ¿tan rápido uno se acostumbra a sentirse seguro? 

Un izakaya

 

Me miro desde afuera y me sorprendo de cómo me amoldo a los japoneses. En tres días aprendí a saludar y a agradecer, eso que tantas veces nos olvidamos de hacer y que ellos lo hacen tan a menudo. Realmente pierdo la cuenta de las veces que me dicen “hola”, “bienvenido” y “muchas gracias”. Pierdo la cuenta de las eternas sonrisas que esbozan sus rostros al cruzar contacto visual, sin importar sexo ni edad. No solo nos regalan sonrisas, también nos ayudan con el idioma y hasta nos acompañan si preguntamos donde queda algo. Me divierten sus miradas curiosas ante mis gestos burdos de argentino, seguidos de alguna palabra del lunfardo que tanto usamos.

 

Yo en la multitud de Osaka

 

En pocos días, o en pocas horas, me sentí feliz de haber cumplido otro sueño más, y comencé a disfrutar de una ciudad que me hizo sentir pleno. Comencé a observar con otros ojos las luces, los carteles, los ruidosos pachinkos que se silencian con puertas de doble vidrio. Las risas de grupos de amigos y sus gestos, las parejas que se toman tímidamente de la mano rompiendo con el molde tradicional japonés, y hasta hay algunas más osadas que se abrazan. Osaka es punk y rebelde. Noto que acá las tradiciones no son tan fuertes, y que los adultos, le están dando paso a una nueva generación de jóvenes de mentes más abiertas.

Caminando por Nipponbashi, quedé sorprendido con el mundo del manga y del animé. Vi más karaokes que supermercados, donde todos somos rockstars por un rato. Hay videojuegos que, haciéndole honor al libro de Murakami “Baila, baila, baila”, ponen a bailar a miles de adolescentes y no tan adolescentes con sus locas coreografías. Ellos también son rockstars, ya que la gente se reúne a su alrededor para ver bailar a los mejores, que se ganan aplausos de su público. Algunos saludan y otros salen corriendo víctimas de su timidez.

 

Las personas se ríen comiendo en izakayas de no más de quince asientos, y se bancan la eterna espera si saben que el restaurante es realmente bueno. Sin embargo, hacer fila no es un problema en Osaka, la paciencia es casi infinita y el tiempo es relativo.

Si tuviera que catalogar a Osaka de alguna forma, diría que es la ciudad latina de Japón. Puedo renegar mucho de mis raíces pero hay algo que siempre extrañaré, el contacto humano, los amigos y la familia. Creo que Osaka tiene un poco de eso. Digo un poco porque a pesar de su calidez no deja de ser Japón, una sociedad que lucha día a día por romper las cadenas de los estereotipos y tradiciones. Un país que te abre las puertas pero que, siendo sincero, no es para todos. Es un país especial, único y seguramente en los próximos años veremos una transformación mucho más profunda de lo que se imaginan hasta los propios japoneses.