“A partir de ahora pueden empezar a hablar”. De a poco se empezaban a escuchar voces. Lento, con calma, a nuestro tiempo, entre mujeres. Desde que “nos dieron permiso”, fui de las que tardó un poco más que la mayoría en tener ganas de hablar. Como suele pasarme, me salió más escuchar, que contar de mi experiencia y de lo que me había llevado a estar ahí. Había pasado 11 días sin mi cuaderno, y empezar a poner en palabras todo lo que tenía dentro, todo lo que había descubierto, todo lo que me había conocido, me resultaba (aun ahora) difícil y abrumador. Mucho más, pensar en compartirlo con otros. Si algo había confirmado en esos 11 días de autoconocimiento, entre otro ciento de cosas, era que soy del equipo de los introvertidos, aunque durante años haya tratado de convertirme en lo contrario.

Pasé el almuerzo de ese sábado con permiso de hablar, sentada en una parte de la mesa que se había convertido en comunal, rodeada de conversaciones en un inentendible japonés, y alguna que otra frase que a lo lejos identificaba en un inglés forzado. Sin ser parte de ninguna, deseando que a ninguna de mis compañeras se les ocurriera intercambiar la sonrisa que daría inicio a una conversación que aún no estaba preparada para tener.

Mientras terminaba de lavar mi bandeja, pensaba en qué tan mal estaría que en ese momento que todas sentían “liberador” y aprovechaban para poner en ejercicio las cuerdas vocales, yo me dirigiese a mi habitación con mi taza de agua tibia. Confirmaba minuto a minuto la pertenencia a mi equipo. Lo que en el mundo de los extrovertidos era liberador, el sacarse la cinta de la boca, en el equipo de los introvertidos se sentía como una presión a sacar para afuera lo que quería mantener dentro.  Me refugié en la mini habitación que me habían asignado el primer día como si se hubiesen anticipado a este momento.

Lo hice hasta que tuve que ir al baño y en el camino fui interceptada por sonrisas iniciadoras de conversaciones. Traté de mantenerme en el rol de oyente, en tanto y en cuanto eso era posible. No podía negarme al hecho de que éramos pocas las que veníamos de “afuera” y eso nos convertía en material inédito para las japonesas que en pocas horas estarían en sus casas compartiendo con sus familias las anécdotas de la experiencia.

Casi sin darme cuenta, esa tarde pase de ser la interrogada de una ronda compuesta por cuatro japonesas y quien escribe, a contar qué era de mi vida entre guiris de continentes varios.

Iba por la parte en la que les contaba que estaba transitando mi segundo año en viaje y que habíamos decidido pausar esta primera travesía cerrando la ruta en Japón, cuando Priya, una india de familia italo-irlandesa, me interrumpió asintiendo con una sonrisa para decirme lo que en ese momento pareció amablemente condescendiente, pero hoy pienso y creo, fue un presagio de lo que vendría: “cerras tu viaje por el mundo, al mismo tiempo que empezás el viaje más importante…el que es hacia adentro”, me dijo. ¿Será que, en esa, su segunda e intensa conexión Vipassana, ella había recibido el mensaje del universo que le notificaba lo que hoy viviríamos? 

Sabía que esos 11 días no eran suficientes. Todos los días Goenka lo repetía una y otra vez. “Esto no es más que un comienzo”, “esto no es más que aprender la técnica, el camino lo siguen cuando esto termine, haciendo de esta meditación un hábito, volviendo a ella, más aún, en los momentos en los que parezca imposible”.

Esos 11 días, habían tenido como objetivo, el hacerme consciente de todo lo que había vivido durante esos casi dos años. Una parte de mí, fue a buscar en ese curso, la posibilidad de parar, poner en orden y seguir. Parar, para pasar en limpio todo lo que había aprehendido (así, con h) del mundo, del camino, del ser humano, de mi misma. Como resultado, no solo me lleve eso, sino la posibilidad de recibir la respuesta a cientos de porqués que convivían conmigo desde, me animo a afirmar, mi infancia. Así como también, me llevé otros cuantos nuevos porqués y una herramienta para encontrarlos.

A pesar de haber llorado cada uno de esos 11 días por no tener un cuaderno donde volcar los sentimientos, miedos, angustias, alegrías, ansiedades, que me generaba cada meditación, cada alimento, cada tiempo libre, entendí el sentido. Aprendí lo que durante mucho tiempo sospeché: podemos conectarnos con nosotros mismos, con lo que llevamos dentro, mucho más profundo de lo que pensamos. Tenemos dentro nuestro, todas las herramientas, todas las respuestas. Lo que somos, no es más que el resultado de nuestras propias acciones y decisiones, a veces más conscientes, a veces menos, a veces más intuitivas.

 

Cinco meses después, me encuentro en ese lugar en el que elegí (mos) transitar esta pausa al movimiento geográfico constante y, sin embargo, las cosas son bastante diferentes a como las imaginé. 

Por algún motivo, hoy desperté con las imágenes de esos 11 días en las montañas japonesas y la frase de Priya dando vueltas en mi cabeza. Será que, en estos últimos días, mucho de lo que la meditación me dio (y me da), cobró más sentido que nunca.

En cada día malo, en esos en los que nos gana la ansiedad, la necesidad de resolver lo que sigue de este año, la tristeza de los objetivos truncados por el contexto, la angustia de los logros desplazados. En esos días en los que la relación entre nosotros no está tan bien, porque la relación con nosotros mismos no lo está. En esos días en los que la negatividad predomina… subo a la terraza, miro el mar que no por nada tenemos justo en frente a nuestra casa del momento, respiro el mar, siento el mar en mi piel y en mi olfato, y confirmo que lo que está pasando es perfecto. El mundo estaba esperando y necesitando esto hace tiempo. Y no hablo del mundo en relación a la naturaleza, o al menos no solo me refiero a eso. Hablo del mundo incluyéndome, incluyéndonos.

Si lo pienso bien, entiendo que esta circunstancia nos obliga a recuperar la capacidad de ser conscientes. Y puede que para aquellos que nunca han meditado, o que nunca han intentado el autoconocimiento, todo esto suene utópico. A decir verdad, incluso a mi hay días en los que me cuesta creerlo. Pero esos días, miro mucho el mar, y trato de acordarme de ese día 11 en el que terminé de entender lo creadores que somos los seres humanos.

Esta circunstancia, que hoy llamamos cuarentena, nos da la posibilidad de recuperar la capacidad de conciencia, de conectar nuestro cuerpo físico a nuestra conciencia más interna, esa a la que, por educación, programación, ritmo de vida, parámetros establecidos socialmente no ahora, sino desde hace cientos de años; no visitamos, no acudimos, olvidamos. Esa conciencia, que nos permite ver la realidad de manera ecuánime, esa palabra que tardó unos cuatro días en aparecer en aquel curso, pero que llegó para que termine de entender todo. Las cosas son, los hechos son, y los que teñimos a todo de adjetivos, de dualismos, de buenos y malos, de lindos y feos, somos nosotros.

Poder conectar con esa profunda perfecta conciencia que llevamos dentro, nos permite conocernos, aceptarnos, perdonarnos. Cuando eso sucede, destruimos los prejuicios, los enojos, los miedos, y sin miedos, la ansiedad se desmorona, y sin todo eso, vivimos el hoy.  

Suena hermoso, pero es difícil, pero es también, hermoso intentarlo.  

El camino cuesta, y hay días que se vuelven grises y pesados. La meditación no siempre es maravillosa como se ve en las fotos de Instagram, porque a veces nos angustia, nos da tristeza o nos hace llorar sin saber bien el motivo. Pero con el tiempo, al final de los días, vale el esfuerzo intentarlo, porque nunca antes había visto este mar tan claro, tan espejo de un cielo tan celeste.

 

playa
Tan brillante, tan espejo, tan perfecto …