Hace un poco más de un año me prometí no volver a hacerlo. En ese entonces, conocer las comunidades que viven en el Desierto del Thar, solo era posible llegando a ellas arriba de un dromedario. Esta vez, la cosa era distinta. Conocer el Desierto del Sahara no es sólo cosa de animales jorobados. Ya había leído sobre la existencia de tours en 4X4 que te llevan por las dunas hasta los campamentos o, simplemente, a dar un paseo. Pero ganó el egoísmo y el chip de esos parámetros sociales que lucho por desterrar. Me volví a subir a un dromedario. 

No fui capaz de tomar la decisión que tenía que tomar, de aferrarme a mi promesa. Ni Tincho ni yo fuimos capaces de convencer al grupo de que no era una buena idea subirnos a esos animales. Tampoco fui capaz de abrirme y decir: “chicos, no voy a obligar a nadie, pero yo esto otra vez no lo hago.” No fui capaz de invertir más dinero para cumplir mi deseo de dormir en el Sahara. Me quede en el lugar fácil y cómodo de hacer las cosas como “todo el mundo las hace”. Me quedé en ese lugar del que quiero salir, ese lugar en el que el ser humano se cree superior a todas las especies.

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Amanecer en el Desierto del Sahara

Hassilabied: o el pueblo en el que se vive en, de y para el Desierto del Sahara.

En el camino me di cuenta de que el pueblo al que íbamos no era el que yo pensaba, Merzouga. Nuestro tour salía de Hassielabied, un pueblo que queda unos kilómetros antes de llegar a Merzouga y que no había identificado en el mapa hasta esa tarde. 

Hassilabied nos recibió como en pausa. Sin gente, sin movimiento, sin sonidos, sin comercios, sin vehículos. Nos recibió con las calles de tierra, las casas de adobe y las dunas de fondo, como una escenografía armada especialmente para la ocasión. 

Las dunas impactan. Se hace difícil creer cómo de un metro, qué digo un metro, de un centímetro a otro, empiezan sin aviso, montañas y montañas de arena dorada. Sin embargo, esa es la imagen constante de Hassilabied, así se vive, entre dromedarios y camionetas 4X4, en casas de adobe, todas parecidas entre sí, con vistas a las dunas. 

Llegamos un poco antes de las 5 de la tarde. Dejé todo lo que no quería llevar al desierto en la casa de la familia de los guías, agarré lo que creía necesario y respire profundo. A las 5:30 de la tarde, con un enojo tremendo conmigo misma y una tristeza infinita, me estaba subiendo, otra vez, a un inocente dromedario. 

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Hassilabied, el pueblo y el desierto conviviendo

Mi descargo

¿Voy a decir que tuve una mala experiencia en el Sahara? No, no podría decirlo. El Sahara es un lugar mágico, del que quizás pueda escribir algo lindo después de este descargo. Pero necesito separar y si, necesito reconocer que haciendo un paneo general de la experiencia, no fue 100% positiva. Porque estuve triste, porque la culpa me carcomió las entrañas días antes, durante esos dos días de visita al desierto y durante todos los siguientes. Tanto que, un poco, siento que escribo esto para que alguien más me juzgue. 

No, no estoy exagerando. Tenemos que entender que no porque ciertas actividades se hayan hecho siempre de la misma manera, podemos aceptarlas. Tenemos que entender, que las costumbres se pueden y SE DEBEN cambiar. 

No quise ir al Monkey Forest de Bali porque a pesar de que es su hábitat natural, sentía que mi presencia ahí era incorrecta, que significaba una invasión a esos monos en un lugar que no me pertenece. Nunca voy a zoológicos ni a refugios. Practico buceo de forma responsable y, aunque todavía no soy vegana, trato todos los días de no consumir productos de origen animal. ¿Voy al Sahara y me subo a un dromedario? Teniendo otras opciones, es inaceptable. 

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Casas vecinas de Hassilabied

Ya lo hice, pero no puedo quedarme en el lugar cómodo e hipócrita de decir: “ya está, no te castigues, por algo lo hiciste” o “Esas familias viven de esa actividad, gracias a eso se pueden alimentar”. No, lo hice porque fui egoísta y cómoda. Y no, si dejáramos de consumir esas actividades, esas familias encontrarían otra forma de hacer las excursiones al desierto, y seguirían trabajando de igual manera. Esos dromedarios dejarían de sufrir el daño en sus articulaciones, y su desarrollo no se vería afectado por el peso de nuestro deseo turístico. 

Honestamente, no pensaba escribir sobre esto, ni sobre la experiencia en desierto en general, porque sentía que era darle publicidad. Sin embargo, si no comparto esto que siento, no me voy a poder perdonar, no voy a poder escribir sobre lo lindo del Sahara y no voy a estar cumpliendo con mi deseo de escribir sobre mis experiencias y sentimientos, más allá de “lo que garpe” o de lo que me convenga. 

Lo pensé mucho. Lo pensé desde esa tarde mientras Jimmy, mi dromedario, luchaba en el medio de una tormenta de arena como la de las películas, por llevarme a mi campamento. Decidí en ese momento, exponer mi error y mi arrepentimiento, con el único fin de que esto te sirva a vos, que estás planeando un viaje a algún desierto o a tu amigo que se va al caribe, para que descarte el nado con delfines. No lo hagan, no es necesario. Eso de usar a los animales para nuestra comodidad o entretenimiento ya es antiguo, ya está pasado de moda, nos atrasa. 

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Contradicciones del Sahara, los dromedarios nunca están sueltos

Dos tardes, dos noches y dos amaneceres viví en el Desierto del Sahara. En total, fueron cuatro paseos en dromedario. Durante los paseos o trayectos, iba en silencio. A decir verdad, además de todo lo que sentía, ni siquiera es una actividad que se pueda disfrutar. Es lento, es doloroso, las piernas se adormecen, se acalambran, la espalda duele. En cada bajada, de cada duna, se debe hacer mucha fuerza con los brazos. Más de una vez tuve miedo de caerme y lastimarme. Montar un dromedario es completamente incómodo, para cualquier persona y para el animal. Es una actividad que nada tiene de exótico ni de divertido (por si esas son las causas que te llevarían a montar un camello).

Cada vez que tenía que subir o bajar del animal, lo acariciaba, le agradecía por la paciencia y le pedía perdón. Le saque una sola foto para guardarla de recuerdo y como recordatorio de lo que no quiero volver a hacer. No, no van a ver fotos de ellos acá. Nos pueden parecer lindos y pueden parecernos la postal perfecta del desierto. Lo serían si esos animales no estuviesen atados de cuerdas que pasan por sus hocicos, y cargados de personas. Linda seria la postal de los dromedarios esparcidos entre las dunas, y no en fila, uno detrás de otro. Perfecta es la imagen del desierto por sí solo, no necesita mucho más agregado. 

Investigué, leí, pregunté y, al parecer, no hay nadie que haga un trabajo de rescate de estos dromedarios que hoy son utilizados para actividades y paseos turísticos. Con más razón, me siento en la obligación de hacer que, a partir de este relato, se elija bien. No como yo. Se los juro, si el consumo de estas actividades disminuye, estos animales dejarán de ser útiles a sus dueños, quienes dejarán de comprarlos y elegirán invertir en otra cosa. 

Pueden tomar este relato, como el ejemplo de lo que no hay que hacer. El “Haz lo que yo digo, pero no lo que yo hago” de los viajes. Pueden tomar este escrito como ustedes quieran y sepan que todo lo que tengan para decir al respecto, probablemente ya pasó por mi cabeza. Para mí, este texto es una confirmación de lo que quiero elegir, es repetir una promesa que no pude cumplir, pero que no voy a volver a romper. Estas palabras son, para mí, un descargo que necesito hacer para poder escribir sobre todo lo hermoso que viví y sentí en el desierto. 

 

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Una tarde en el Sahara se ve así y no necesita nada más