Hice diez pasos y ya vi tres iglesias, cuarenta y cinco jubilados, tres niños y algún adulto perdido. Es viernes santo y la gente se viste de gala para ir a misa y luego a chusmear al centro o al mercado. El idioma italiano me suena siempre tan familiar, y cuando digo idioma hablo del 30% hablado y el 70% gesticulado. El ADN tira más de lo que pienso y siempre termino recordando a mis abuelos. Es una ciudad antigua como cualquier otra, cotidiana como pocas y con los pisos mas brillosos de toda Italia. Caminar sin parar es una opción pero sacar muchas fotos y dormirse una siestita para recargar energías es la mejor creo yo. Es mi primera ciudad en Puglia, y como todo lo primero, siempre se mide con una vara diferentes, mas baja y más cariñosa. La sorpresa prima siempre reina sobre algo un poco mejor pero que llega después.

Durante la tarde, mi sesión de fotos se desarrolló principalmente a lo largo del agua; no era mar ni río, sino una pequeña bahía que separaba dos partes de la ciudad. Mientras observaba un autobús acuático pasar, decidí subir a bordo sin hacer preguntas sobre mi destino. Había notado que su ruta era circular, por lo que en el peor de los casos, terminaría de nuevo donde comencé. A lo largo de esta especie de bahía, vi a docenas de personas entregadas a la pesca. Aunque parecían no atrapar nada en sus cañas, seguían allí, mirando hacia el infinito con una pose casi meditativa. Me pareció extraño no ver un mate al lado de ningún pescador, pero estaba claro que Argentina estaba a miles de kilómetros de distancia.