Bagan. Cuatro y cuarenta y cinco de la mañana, madrugada. Sonó la alarma y odié al mundo. Me enojé con la vida, como cada vez que me tengo que levantar más temprano que temprano. Me levante igual y de golpe eran las cinco y quince, el cielo seguía en su tono más oscuro y nosotros estábamos sentados en una van. Cada minuto hacía que, a lo lejos, el cielo se empezara a aclarar. Lento, muy lento.
No había tomado ni un vaso de agua, y seguía más dormida que despierta. Llegamos a una playa y no entendía nada, no sabía dónde estaba parada. Arena. ¿Una playa? No recordaba haber identificado una playa en ningún mapa de Bagan. A decir verdad, tampoco le había dedicado mucho tiempo a los mapas.
Nos esperaban en siete u ocho mesas largas, repletas de croissants y té caliente. Hasta esa mañana no lo había sentido, pero en ese momento, sentada con un té caliente en mis manos, los miedos empezaron a aparecer. Era un miedo que venía y de a ratos se iba, dándole paso a la ansiedad, al querer que llegue ese momento.



El cielo se aclaraba cada vez más, dejándonos ver las enormes telas verdes estiradas en la arena. Nunca antes había pensado en el tamaño de los globos aerostáticos. De golpe, me encontraba frente a telas grandes como las carpas de circo. Un gran feminismo se apodero de mí en cuanto nuestra piloto, Ally, se acercó para presentarse y darnos una charla sobre lo que estábamos a punto de vivir. La escuché hablar con tanto conocimiento y tanta pasión que todos mis miedos desaparecieron.
Llegó el momento y los dieciséis ventiladores gigantes se encendieron, generando un viento como el de los huracanes. Las enormes telas verdes empezaron a flamear y cuando estaban lo suficientemente altas, cada piloto se encargó de que las fuertes llamaradas de dragón se encendieran. Las llamaradas duraban tres segundos y descansaban dos. Uno de los globos del fondo rápidamente, empezó a elevarse. No pudimos prestarle demasiada atención, Ally ya estaba en su lugar. Cuando su canasto empezó a acomodarse nos hizo la señal para que corramos. Cada uno a la esquina del canasto que previamente nos había asignado. Éramos ocho personas separadas por parejas, y cada pareja tenía asignado una esquina del globo.
Ally estaba sola en el canasto, pero la acompañaba su equipo de más de diez hombres que sostenían al globo desde la tierra, para que no se largase a volar antes de tiempo. Cuando todos estábamos acomodados nos pidieron que nos pongamos de cuclillas en el canasto, como escondiéndonos. En ese momento soltaron las cadenas que unían al canasto de nuestro globo con una camioneta 4×4 que parecía un transformer. Ante la orden de Ally “Now” (“Ahora”), todos nos paramos, y ahí estaban, los más de diez hombres saludándonos, agitando los brazos, con gritos al ritmo del “ehhhh, enjooooy”(“ehhhh, disfruten”).



Nos íbamos despegando del suelo. Honestamente, no lo sentía. Si no me asomaba y miraba para abajo, no creía que ya habíamos despegado. Ally nos había explicado que las condiciones climáticas eran óptimas y que tendríamos un vuelo tranquilo. Pero jamás me había imaginado que el vuelo en globo se sentiría tan suave, tan armonioso.
Nos elevábamos lento como un ascensor antiguo, pero se sentía suave como uno de última generación. Con los pies en la tierra, las personas se hacían cada vez más pequeñas y en unos minutos se veían como hormigas. Los árboles dejaban de serlo, para pasar a ser círculos verdes sobre un fondo árido. Nos adentrábamos al cielo de los miles de templos, y la imagen era realmente de película. Los templos color ocre brillaban convirtiéndose en dorados al recibir los primeros rayos del sol. De a ratos Ally hacía bajar al globo para que podamos admirar el paisaje desde diferentes alturas. Quedábamos a la altura de la niebla de la mañana y al observar a los otros globos volar me costaba creer que yo también estaba en uno de ellos.
Temo perder la capacidad de asombro. Me paso más de una vez sentir que la perdía poco a poco. Sin embargo, pienso que es algo que está en nuestras manos. Creo que la sorpresa es algo que, como todo, se ejercita. No importa cuántos lugares maravillosos conozcas, cuántas playas paradisiacas visites, en cuántos mares te sumerjas, cuántos cielos recorras, cuántos trenes tomes. No importa cuántas ciudades camines, en cuántos parques acampes, cuántas montañas escales. La sorpresa está en uno, la sorpresa está latente, e incluso visitando mil y una vez el mismo lugar, podemos sorprendernos.



Podemos sorprendernos en el camino al trabajo, aunque hagamos ese camino todos los días. Podemos sorprendernos por lugares, por personas, por conversaciones, por el clima, por un atardecer o por una llovizna. “Estoy perdiendo la capacidad de sorpresa” repetía una y otra vez antes de hacer este viaje. Empecé a cuestionarme eso que sola me había diagnosticado. El viaje, Bagan y ese vuelo en globo especialmente, me enseñaron que no, no estaba perdiendo la capacidad de sorpresa, la estaba dejando ir.
Una hora pasa volando. Una hora volando en globo sobre los más de dos mil templos de Bagan, pasan en un abrir y cerrar de ojos. Atravesamos toda la “región” al mismo tiempo que el sol se elevaba a su ritmo. Fue una hora que pasó en un suspiro, pero que nos dio tiempo a todo: inmortalizar el momento a través de la cámara, observar con detenimiento, abrazarnos, agradecer el momento. Desde las alturas me enamoré de una Bagan que hasta el momento no conocía por tierra. Encontré una región mucho más verde de lo que imaginaba, aunque con la aridez de la que había escuchado hablar. Se veían templos de todos los tamaños, estupas y pagodas de todas las alturas, caminos de tierra escoltados por palmeras, la tierra y un cielo sin nubes.
Durante los últimos minutos sobrevolamos zonas de viviendas. Casas, ranchos, chapas sostenidas con lo que se puede. A su lado, los nenes del lugar agitaban sus bracitos para saludarnos. En algunas veíamos a algún adulto, también mirando hacia el cielo. La alegría y emoción en los saludos era la de quienes ven esos globos por primera vez. Pero no, no era la primera vez. Durante casi seis meses al año, todos los días, siempre que el clima lo permita, casi treinta globos sobrevuelan la histórica región de Bagan. Sin embargo, allí estaban, en pleno amanecer, esperando el momento justo para saludar a los globos.



Descendimos cerca de un área de viviendas. Cuando nos vieron, se acercaron, diez, veinte niños preparados para su recaudación del día. Unos pocos pedían dinero, la mayoría apuntaba a las gorras verdes que la compañía de globos les obsequia a sus clientes. Llegué a contar 5 gorras debajo de la remera de un solo niño. “¿Todos los días juntará cinco gorras?”. Le pregunté a Mar, enojada porque al lado del niño de las cinco gorras había uno mucho más bajito y chiquito de edad, que no tenía ninguna. Se lo pregunte dubitativa, preguntándome por dentro qué harían con tantas gorras y deseando que la Carla mal pensada no tuviese razón.
Mientras escribo esto, me doy cuenta y reconozco que en ese paso por Bagan, mi contacto con el pueblo local fue escaso. Lo tenía ahí, en frente en mío y no lo aproveché tanto como me hubiese gustado hacerlo. No fue por desinterés. Es que el viaje por Bagan resulto ser un viaje para adentro. Un viaje hacia mi interior: hacia los recuerdos de los primeros meses de viaje, incluso hacia esos sentimientos que me acompañaron antes de salir. Sin saberlo, necesitaba hacer un ejercicio de conciencia, y mi mente se había sentido cómoda en Bagan para hacerlo. No pude decirle a mi mente, “para de pensar en vos, tenemos que aprovechar este encuentro con los locales”. Quizás tendría que haberlo hecho, no sé cuándo volveré a pisar suelo birmano. Pero nuestra conciencia no siempre funciona por lógica.



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